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2023
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Unos cuantos años ya llevamos el bilbaíno madrileñizado Cano Erhardt y servidor hablando de hacer un fotolibro juntos. Hemos trabajado ya algo de cara a ello, en su amplio y luminoso estudio del Madrid de por Manuel Becerra. El catálogo para el que escribo estas líneas no es ese libro todavía por venir. Pero estas líneas deseo que expresen la admiración que me producen, desde que las descubrí gracias a Luis Burgos, su galerista madrileño, sus monumentales fotografías.
Amigo de los viajes, me gustan la literatura alrededor de ellos, las anécdotas, las divagaciones, los sonidos de la calle, los alimentos terrestres, la memoria de otros viajeros que me han precedido, la consulta de sus libros, o de guías, ya sean “de autor” como la de Levante de Elías Tormo o la del País Vasco de Baroja o la de Galicia de Otero Pedrayo, ya sean anónimas, Baedeker o Michelin verde o azul. En las fotografías de Cano Erhardt no hay nada de eso, sino altas soledades (título, de resonancias albertianas, de uno de sus ciclos, expuesto en Bilbao en 2016 por Juan Manuel Lumbreras, y que inspiró unos bellos versos de la recordada Marta Agudo), espacios últimos, no-lugares. Puentes, viaductos, autopistas, carreteras secundarias. Aguas. Nieve. Hielo. Salinas novomúndicas. Cielos con leves nubes en el crepúsculo. Él mismo contempla a veces sus imágenes, generalmente de gran formato, como un escenario teatral. Para este viaje no hay guía que valga.
Hoy quiero concentrarme en estas imágenes extremas, del Norte de África, Marruecos, Sahara, que ahora van a exponerse en el stand de Luis Burgos en la feria madrileña Estampa. Ceñirme a ellas. No es el Marruecos urbano que conozco. En cuanto al Sahara, a Mauritania, a Senegal, territorios todos que nos llevan hacia el Principito y hacia su creador, sólo los he contemplado desde el aire, y una sola vez, durante el vuelo intercontinental más mágico que recuerdo.
Ninguna concesión viajera en este fotógrafo, ninguna fascinación exótica. Se despliega la galería de imágenes, avanza la cinta de asfalto de la carretera al Sur del Sur, hay alguna señal de tráfico y algún mojón de cemento y algún poste de una línea eléctrica, inexorablemente hay un recorrido de no sabes dónde a no sabemos dónde, sin población alguna a la vista (apenas unas casuchas terrosas al borde de un barranco, al fondo de una de las imágenes), casi sin otro rastro de presencia humana más que esas casuchas, más allá de los que dejaron quienes trazaron la carretera o de quienes la asfaltaron o de quienes plantaron las señales o de quienes construyeron los mojones de cemento o de quienes alzaron los postes del tendido eléctrico.
La belleza descomunal de estos parajes, de las tierras desérticas, de los pliegues monstruosos de las rocas, del rizado casi zen (Ryoan-Ji, etcétera) de las dunas, del asfalto y las líneas blancas que lo pautan, va más allá de lo humano. Belleza lunar, diríase por momentos, pese al sol que se adivina de justicia. Texturas. Coloridos: ocres, amarillos, negros, grises, pardos, y asomando en raras ocasiones, un verde tímido. Todo con una exactitud y una precisión absolutamente implacables, y la palabra precisión me lleva a recordar que tanto en pintura como en fotografía hubo hace un siglo, en los Estados Unidos, un muy interesante movimiento que se llamó así, precisionism.
Sin embargo, absolutamente nada de precisionista aquí. Y menos de pictorialista. A la postre, diría que las bellísimas imágenes de Cano Erhardt, estas de ahora, y otras de ciclos anteriores igualmente portentosos, son lo más parecido que conozco en fotografía a cierta pintura de lo sublime. Fotografías de gran formato, a lo Escuela de Düsseldorf, que invitan a entregarse a su contemplación morosa, para abismarse sin pensar en nada, sin necesitar referencias concretas, sin intentar desentrañar el misterio de su génesis. No creo ir desencaminado si cito a propósito de este ciclo el primer nombre que se me vino a la cabeza tras tomar conocimiento de las fotografías que lo integran: el de Mark Rothko, el insuperado Rothko, el pintor de lo sublime por excelencia, el extremo Rothko, no en sus momentos de gozo retiniano en que rendía culto a Bonnard o Matisse, sino en sus momentos finales, tan Perro de Goya. Seguimos en esas tierras de altas soledades, de desiertos, de silencio, que siempre ha afeccionado el fotógrafo.
Pero basta de palabras, que al final quería evitar cualquier dispersión, pero no he citado a un pintor, sino a cuatro, y a seis escritores, Marta Agudo, Rafael Alberti, Saint-Exupéry (sin nombrarlo), y los tres de las guías, que aquí no sirven, ni esas, ni ninguna.
Tras atravesar el claustrofóbico túnel con semáforo elegido para la cubierta, que por cierto es la única imagen no-africana del conjunto, pasen y vean, y díganme si no estamos ante un fotógrafo de lo sublime, viajero con infalible instinto para detectar la belleza (“busco la belleza, que considero deseable por sí misma”, dejó escrito en 2018), cerca o, como en este caso, allá lejos, y desplegarla ante nuestra asombrada y agradecida mirada.
JUAN MANUEL BONET
Madrid, septiembre 2025